Tras un primer encuentro marcado por unas circunstancias y casualidades tan fortuitas, era necesario un segundo round… Personas con una curiosidad psicológica tan pronunciada no podían ser ajenas al atractivo que suponía iniciar el desafío mutuo de conocerse.
Muy a su estilo, y sin concretar demasiado, sugirió que un día cualquiera entre semana deberíamos encontrarnos en alguno de los cafés que pueblan el entorno de Largo Argentina. Una zona que como saben todos aquellos que han conocido Roma en profundidad, a pesar de su encanto añejo y sus fascinantes ruinas de época romana, es invisible al objetivo de las cámaras compactas de los turistas. Un punto que, por cierto, compartía con Valentina… la pasión por las ruinas románticas y el poco gusto por el turismo de masas.
Sobre un papel, desgarrado graciosamente de una de las hojas de su bloc para bocetos, escribió de forma descuidada un par de nombres de cafeterías, y un tan caprichoso como subjetivo “a la hora del pomeriggio” (O lo que es lo mismo, entre las 15h y las 17h). Ante mi sarcástica sonrisa ella se defendió argumentando que no me preocupase, que andaría por allí, que con tanta antelación no podía concretar más ni aferrarse a una fecha y hora concretas, pues su vida venía marcada por esa búsqueda agendada diaria de inspiración, nuevos diseños y artistas, que para ella era en realidad su leitmotiv vital. También me escribió su teléfono, aunque me advirtió que no la llamase porque sería inútil, y su dirección postal… «¿para qué demonios querría yo saber el código postal de su domicilio?»
Después de esta fugaz conversación, que comenzó con la alabanza de mi sombrero y duró lo que dura un espresso tomado sobre la marcha en una cafetería del Trastevere, Valentina y yo nos separamos.
Ella se dirigió hacia el norte, quién sabe si en dirección al país del Vaticano o al Castello de Santangelo, y una vez que Valentina se difuminó entre los viandantes, yo enfilé el Ponte Palatino. Me encantaba la panorámica de la Isola Tiberina con su basílica de San Bartolomeo all’Isola así como los magníficos templos romanos de su ribera. De hecho, siempre que tenía tiempo bordeaba la ribera izquierda del Tíber hacia el norte, aunque me supusiese un buen rodeo, hasta el Teatro de Marcelo, donde el antiguo teatro romano y las viviendas modernas que lo utilizaban de cimiento, se fundían en una danza tan hermosa como ecléctica.