Cómo conocí a Valentina… No 1

Una vez me dijo alguien que la mejor forma de conocerse a uno mismo es viéndonos reflejado en los ojos de alguien afín, pues en ellos reconoceremos nuestro verdadero yo.

Si tuviese que definir a Valentina en unas pocas palabras creo que estas podrían ser: “honesta, directa, sincera, brillante, ingeniosa, atractiva”. Nunca olvidaré nuestro primer encuentro.

Como los grandes momentos que salpican nuestra vida, fue algo fortuito, imposible de ser relegado al pozo del olvido, un acontecimiento envuelto de cierto halo de misticismo, una casualidad tan impredecible como improbable.

Todo comenzó una mañana de sábado cualquiera paseando por el Trastevere de camino a la Iglesia de Santa María, después de que un buen amigo mío me recomendase admirar sus mosaicos del románico tardío. Había estado allí otras veces pero nunca me había fijado demasiado en sus mosaicos, a veces soy un poco distraído, lo confieso.

El caso es que llegando a la plaza no pude evitar fijarme en ella, una mujer de lo más elegante, imposible no fijarse en ese porte, en esa combinación arriesgada pero totalmente armónica de colores primaverales. Quedé tan ensimismado que hasta que se perdió por uno de los callejones de la plaza no me percaté de que se había dejado olvidado el bolso. Cuando salí en su busca fue demasiado tarde, imposible encontrarla entre el trasiego de gente, propio de un espléndido sábado romano de primavera.

Decidí entonces entrar a admirar los mosaicos que tan encarecidamente me habían recomendado visitar, con la esperanza de que esa chica volviese a por sus pertenencias tarde o temprano. De vuelta en la fuente, viendo que no aparecía, en un acto de bienintencionada indiscreción decidí abrir el bolso en busca de algo que me sirviese para dar con ella.

Fue entonces cuando creció aún más mi fascinación, al encontrarme una serie de bocetos firmados con un descuidado «Valentina»… ¿Sería italiana, rusa, argentina, española? Poco más podía deducir, pues dentro no encontré ninguna identificación, ninguna dirección, ninguna tarjeta de algún hotel, ni siquiera un monedero ¿qué clase de gente va hoy día por ahí sin identificación ni dinero? Sin duda alguien a quien tenía que conocer, pero… ¿cómo? Al menos ya conocía su nombre.

Empecé a deambular por el barrio, uno de mis rincones favoritos de la cittá eterna, en gran parte debido a su menor concentración de turistas. Fui a almorzar a una de mis trattorias favoritas, y después a disfrutar de un espresso en esa cafetería coloreada con flores y enredaderas colgantes que tanto me llamaba la atención. Todo ello con el bolso de Valentina a cuestas, a pesar de despertar alguna que otra mirada o risotada, no podía dejarlo allí abandonado, era obvio que aquello sería importante para ella.

Pensaba que con un poco de suerte ella volvería allí reconstruyendo sus pasos. Así que, al pillarme más o menos de paso, decidí volver a la plaza de la Iglesia. Pasé por la fuente pero no había nadie, sin embargo encontré un sobre bajo una piedrecita en el que pude leer…. «Valentina», con una pequeña nota en su interior: “Estimado desconocido, volveré a las 16h a por mis pertenencias, muchísimas gracias. Valentina”. Miré la hora y eran las 16:30h, había llegado tarde por media hora, invadiéndome una sensación de desánimo por haber estado tan cerca y a la vez tan lejos de saber quién era Valentina.

Decidí tenderme allí mismo a divagar sobre cuestiones existenciales, uno de mis deportes favoritos. Cuando mi fascinación por la dichosa Valentina rozaba lo obsesivo, decidí marcharme en dirección al Circo Massimo, donde se encontraba mi hostal. En ese momento escuché el “tacatá” de unos tacones que martilleaban apresuradamente el pavimento, al tiempo que un grito ahogado llamó mi atención –“¿Sería ella?”-.

Me giré y reconocí ese vestido, definitivamente era ella. Sin pensarlo, algo nervioso por la excitación del encuentro, no tuve otra cosa mejor que recordarle su impuntualidad… En ese momento ella me miró como quién mira a una avestruz que intenta darte un picotazo. Fue entonces cuando descubrí que había olvidado cambiar al huso horario italiano. No pude hacer nada más que sonrojarme, reírme y entonar el mea culpa al tiempo que le decía “esto creo que es tuyo”.

Me lo agradeció con una expresión sonriente al mismo tiempo que me me miró de arriba abajo de forma algo descarada. Me encantó ese gesto tan directo, de lo más atípico hoy día.

-«¿En qué estás pensando?»

-«En que me encanta tu sombrero…» Y esas fueron las primeras palabras de Valentina.